Cuando
la tierra se abre.
Prólogo
Pastel de
concreto
Era un hermoso amanecer, unos
suaves rayos del sol se colaban entre las cortinas, iluminando por momentos mi habitación.
Se escuchaba a los vecinos salir apresurados de sus casas, el sonido de la
radio con el parte meteorológico. Los pájaros cantaban y volaban entre los
árboles. El reloj sobre mi buró marcaba las 07:00am y era 19 de Septiembre de
1985: mi cumpleaños número 9.
Casi no pude dormir la noche
anterior, llena de entusiasmo pensando que, por ser mi cumpleaños, no solo no habría
escuela, sino que viajaría con mis padres a celebrarlo en un parque de
diversiones todo el día.
De pronto, fuera de mi
habitación, a lo lejos, pude escuchar varios pequeños pasos y murmuros
acercándose. Me paré corriendo a poner el seguro en la puerta y volví a mi cama
rápidamente, tapándome con las cobijas hasta la cintura y mirando hacia la
puerta. Lentamente los pasos se acercaron a la entrada de mi habitación. Del
otro lado escuché voces y risas muy despacio, mientras que al mismo tiempo
intentaban callarse entre ellos diciendo “¡Shh!”.
Me tapé hasta la cabeza y cerré
los ojos cuando el pomo de la puerta comenzó a moverse lentamente. Al sentir
que estaba cerrado con seguro, lo intentaron de nuevo un poco más fuerte, pero
aun de manera discreta y sin éxito. Entonces me levanté de mi cama lo más
callada posible, me puse mis pantuflas y, de puntillas, caminé hacia la puerta
muy despacio y, con mucho cuidado, quité el seguro y me oculte de manera que,
al abrir la puerta, quien entrase no me viera.
El pomo se movió una vez más,
abriéndose la puerta. Yo me mantuve oculta mientras los veía entrar.
-
¡¿Eh?!
Cariño, ¿dónde está Lucía? – Preguntó mi padre al no verme en la cama y
volteando alrededor de la habitación.
-
No
lo sé – respondió mi madre en tono preocupado – Es una lástima que no esté en
su habitación. Ni modo cariño, tendremos que comernos su pastel entre tú y yo
-
Ella
se lo pierde, mi cielo. – dijo suspirando sin dejar de voltear a su alrededor.
“Pastel” fue la palabra mágica que me hizo salir corriendo de mi
escondite a los brazos de mis padres.
Mientras nos abrazábamos me
desearon un feliz cumpleaños y me llenaron de besos: Era hija única, mi padre
tenía un muy buen trabajo, vivíamos en un departamento alto y con una vista
hermosa de la ciudad. Mi madre se encargaba al 100% del hogar y nuestras
necesidades, enfocándose en mí. Siempre fui una niña malcriada en algunos
aspectos, como toda hija única, pero de una manera noble y humilde a pesar de
nuestra buena posición económica.
Muy seguido los profesores
felicitaban a mis padres por mi educación y valores. Me encantaba jugar con
otros y compartir las cosas, aun así y a pesar de ello, siempre lograba lo que
yo quería, cuando yo quería y como yo lo quería. Me llevaba muy bien con otros
niños a pesar de la envidia de algunos y los adultos siempre me usaban como
ejemplo a seguir. Me sentía orgullosa de mi misma y todo lo que hasta entonces
había logrado.
-
Prepararé
el desayuno, para irnos temprano – dijo mi madre mientras acariciaba mi cabello.
Sus ojos tenían un brillo especial, se veía muy contenta – mientras cámbiate
por favor. No tardes, que tu padre y yo tenemos una sorpresa para ti – Sonrió
mientras se frotaba el estómago.
Asentí entusiasmada y también me
froté el estómago diciéndole que yo también tenía mucha hambre, ella se rio y
se levantó hacia la puerta. Mi padre se acercó, me dio un beso en la frente y
salieron de la habitación cerrando la puerta detrás de ellos.
Muy contenta y tarareando una
canción, abrí mi closet para buscar mi mejor ropa para celebrar mi cumpleaños. Luego
de observar un rato encontré mi vestido favorito y me lo puse. Me quedaba un
poco chico ya, pues lo habían comprado hacia unos meses y yo había crecido un
poco, pero aún me quedaba bien. Volteé a ver el reloj, eran las 07:15, debía
apresurarme.
Termine de cambiarme, me puse mis
zapatillas y salí corriendo de mi habitación hacia el comedor.
-
Te
hemos dicho varias veces que no corras dentro del departamento Lucía, por
favor, te puedes hacer daño. – Me regaño mi padre, quien ya estaba sentado en
el comedor, leyendo un periódico y tomando café.
Me disculpé mientras me sentaba
en mi silla.
-
Y
dime, Lucía, ¿estás lista para subirte a la montaña rusa? – Preguntó mi madre.
-
¡¿Qué?!
Claro que no, yo quiero ir al carrusel y los carritos chocones
-
Anda
Lucí, imagínalo – dijo muy sonriente y haciendo ademanes con las manos - ir
subiendo despacio por los rieles “tak tak tak tak” y llegar a la cima contando:
10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1… - De pronto se quedó callada, su rostro se
ensombreció y, asustada, dijo – ¡tenemos que salir de aquí!