Hasta hace poco menos de 6 años
solía llevar siempre conmigo y a la vista, puesto cómodamente dentro de uno de
los bolsillos laterales de mi mochila, un pequeño perro de peluche sin nombre.
La gente me veía y se burlaba preguntándome
por qué lo llevaba, diciendo que se veía ridículo que un hombre de mi edad
llevara consigo un peluche.
Nunca hice caso a los comentarios,
dejé que se burlaran. Tampoco me nació dar explicaciones, mucho menos contar la
historia detrás de ello, hasta hoy:
En 2007 fuertes lluvias e inundaciones afectaron la zona
sur del país. En aquel entonces yo formaba parte del ejército y mandaron todas
las manos posibles a ayudar a la gente y a recoger escombros. Y así terminé
arriba de un camión, junto muchos otros compañeros, en camino a la zona de
desastre.
Al llegar no podía creerlo,
parecía peor que una escena de una película post-apocalíptica: Caos por todos
lados, lluvia incesante, gente corriendo y gritando, buscando entre los
escombros, llorando y peleando y, en medio de todo, soldados en fila
desesperados tratando de controlar la situación. ¿Qué le dices a una persona ha
perdido todo para tranquilizarla? Nadie está entrenado para eso.
En los albergues el ambiente no
era menos tenso: Familias turnándose haciendo guardia para cuidar sus
pertenencias, niños llorando de hambre, adultos llorando de coraje, señoras
desesperadas mostrando fotografías maltratadas preguntando por sus hijos,
algunas llorando desconsoladas al enterarse que sus hijos han muerto, gente ignorándolas
por completo y uno que otro solitario despreocupado…
Cambiar de la noche a la mañana
de un lugar tranquilo, donde uno lo tiene todo sin darse cuenta a un lugar
donde no queda nada, no deja de llover y ver a tanta gente sufrir son cosas que
dejan huella profunda.
Determinado a ayudar y sin querer
sufrir el caos en los albergues opté por ayudar en campo. La mayoría del
trabajo era recoger escombros, pero como era de esperarse, no solo había escombros
enterrados en el lodo. Fueron muchos, en “el mejor de los casos” (si es que así
se le puede llamar) los cadáveres que teníamos que subir a las camionetas
esperando ser reconocidos por sus familias. En el “peor de los casos” solo encontrábamos
una que otra extremidad podrida. Cuando esto sucedía tocábamos un silbato que llevábamos
colgados en el cuello, junto con nuestra placa, para llamar a los compañeros
alrededor para dar auxilio.
El cansancio era mucho y el
descanso poco. “¡Todo es mental, no se agüiten!”, nos repetían los comandantes
una y otra vez para no desmoralizarnos…
Ya en escenario, la
historia del perro de peluche:
El sol del segundo día comenzaba
a caer junto con la lluvia, la moral y esperanza. Pude ver a la distancia una pequeña
silueta en posición fetal casi cubierta por el lodo y basura. Mi adrenalina se
disparó y corrí hacia ella: Era un niño de unos 8 años. Pité el silbato lo más
fuerte que pude mientras revisaba su pulso: ¡Estaba vivo! Quité el lodo y la
basura a su alrededor mientras seguía pitando, desesperado, para que llegara la
asistencia médica. Pasaron segundos que se sintieron como horas hasta que llegaron
a revisarlo. Al cargarlo con muchísimo cuidado algo cayó al lodo: “es solo un
mono”, dijo un compañero. Le pusieron una mascarilla de oxígeno y lo llevaron a
la unidad más cercana para llevarlo al hospital.
…“Es
solo un mono”…
Esas palabras me hicieron eco en
ese momento: Lo levante y limpié un poco con mis manos y caí de rodillas
llorando al piso: “Él se aferró a este peluche, no fui yo quien le salvó la
vida, fue este peluche”... De nuevo pasaron esos segundos que parecen horas
hasta que llego un compañero a levantarme. Era la primera vez que encontraba a
alguien vivo. Me compuse como pude y guardé el peluche en uno de los bolsillos
laterales de mi pantalón prometiéndome que le regresaría su peluche, ese al que
aferró su vida, a ese pequeño.
Desgraciadamente no pude darme la
tarea de recorrer hospitales y nadie supo darme información sobre ese pequeño,
por lo que tuve que aceptar que no lo vería de nuevo, sin embargo decidí
llevarlo conmigo todo el tiempo, por si acaso.
Obviamente no lo volví a ver. Solo
espero que ese pequeño se haya recuperado y que hoy, 12 años después, sea un
buen hombre.
Desde entonces ese peluche se
volvió mi amuleto, mi protección a todo lado al que iba. Y es por eso que lo
cargaba a todos lados hasta hace poco menos de 6 años, que nació mi hijo y
ahora ese peluche lo protege a él.
NOTA: La autoría de esta historia y todas las que se publican en este blog pertenecen al escritor "Amorosa" o "Antonio Orosa". Cualquier reproducción parcial o total de las obras aquí expuestas sin permiso del autor están completamente prohibidas por leyes y derechos de copyright.
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